Suicidio a crédito, en Prótesis
Por Luis de Luis
Siempre hay alguien a quien toca hacer el trabajo sucio y revelar lo que todos saben y ocultan. Mucho me temo que, en esta ocasión, es a mí a quien corresponde desempeñar tan desagradable tarea y, poniendo a Dios por testigo, clamar a los cuatro vientos para quien pueda interesar, que Ricardo Bosque anda detrás de amores que, si no son prohibidos, sí inusuales; si no ilegales, sí infrecuentes; si no fatales, tampoco saludables. Quizá la causa estribe –si las solapas de Suicidio a crédito no mienten– en la tan traída y llevada crisis de la mediana edad que, complicada con un ataque de pygmalionismo rampante, hayan conseguido que Ricardo ande cual profesor Higgins con Eliza Dolittle, y sea, ¡también!, la corresponsal de sus afectos, otra florista tan tozuda y deslenguada como la primera.
Así, si la mujer del interfecto está, por algún azar, leyendo estas líneas, puede remansar su preocupación, dejar de hacer la maleta y devolver el rosario de su madre al cajón de la cómoda de donde nunca debió salir. En dos palabras, Ricardo Bosque está enamorado de Tana Marqués; así que la cosa no es grave, ni inquietante... ¿o sí?
Sea como fuere, como todo amor desbordante y desbordado, y todo enamorado que se precie, ha querido legar a la posteridad el catálogo de virtudes de la amada en Suicidio a crédito, su flamante y reciente novela.
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