Días sin tregua
A continuación puedes leer un fragmento de "Días sin tregua", la novela de Miguel Mena ganadora del I Premio Málaga de Novela, publicada por Ediciones Destino.
La novela se sirve de la investigación del secuestro de Quini, producido 6 días después del intento de golpe de estado de Tejero, para construir el retrato de una época convulsa de la historia española reciente.
FRAGMENTO DE LA NOVELA
Lo mejor de morir asesinado por la espalda es que no ves venir a la muerte ni contemplas la cara del asesino y eso siempre te deja un instante para soñar. Quiero creer en ello porque en este país del sobresalto y el tiro en la nuca debe de haber una bala reservada para mí, como cualquier policía, aunque yo tengo que protegerme de los terroristas y tambié de esos compañeros que en los últimos días se muestran inquietos y rabiosos, con ganas de ajustar cuentas contra todo lo que huela a libertad.
Están aquí. No se ocultan. Ni siquiera han retirado los vasos de plástico que usaron para brindar por el éxito de Tejero. Permanecen en el despacho del inspector Molina, encima del armario, y todavía conservan el rastro pegajoso del champán barato que compraron para celebrar el golpe de Estado. Tal vez sigan ahí por un descuido de la mujer de la limpieza, aunque no me extrañaría que el propio Molina haya querido conservarlos por si se presenta la oportunidad de usarlos otra vez, y de usarlos pronto, tan pronto como otra nueva sombra planee sobre esta democracia incierta y gris que hoy se tambalea en España.
En el último mes he visto muchas cosas. Vidas torturadas. Vidas destrozadas en nombre de la patria, de la ley o de la venganza. He visto el cadáver de un hombre joven al que su trabajo de ingeniero en una central nuclear le ha valido un tiro en la nuca. El gatillo es mucho más rápido que la radiactividad. También he conocido la muerte de un terrorista después de pasar nueve días detenido en una comisaría. Probablemente se le fue la mano a algún compañero con una idea feroz de la justicia. Al primero no le pude salvar y no estoy implicado en la muerte del segundo, pero eso no importa. Ya nada importa en este país enloquecido donde matar y morir es tan fácil, donde un hombre ha entrado en el Parlamento, pistola en mano, para interrumpir la elección del presidente del gobierno y tomar como rehenes a trescientos cincuenta diputados, donde nos desayunamos con tanta sangre cada día que ya lo asumimos como una rutina, como un castigo inevitable. Ciento treinta muertos el año pasado. Casi todas esas muescas figuran en las culatas de los pistoleros de ETA, pero también la extrema derecha ha conseguido hacer diana en más de veinte ocasiones y, en el otro extremo, el GRAPO se esfuerza por mantenerse vivo a base de muertes esporádicas y acumula en torno a la decena. Eso ya es historia, la estadística de 1980.
Han transcurrido dos meses del nuevo año y todo apunta a que podremos batir fácilmente el récord del último ejercicio. Aún no ha empezado la primavera y ya he perdido la cuenta de los muertos que llevamos desde el uno de enero. Me resulta más fácil recordar el número de secuestros. Con el de ayer, son seis en estos dos meses. Salimos casi a un secuestro por semana. Tres rehenes ya han sido liberados y de otros dos no sabemos nada. El que me tocó investigar a mí ya está muerto. Tenía 39 años, sólo seis más que yo. No era policía. No era militar ni guardia civil. Era ingeniero jefe de una central nuclear que todavía no ha empezado a romper uranio y ya lleva varias vidas rotas. Tenía cinco hijos. Demasiado joven para dejar cinco huérfanos. He visto a esos niños en la televisión y no consigo olvidar su mirada, esos ojos de no entender nada, que parecen preguntarme por qué no llegué a tiempo para salvar a su padre, por qué es tan difícil descubrir a un secuestrado, por qué sus captores se dieron tanta prisa en matarlo, y cómo fueron sus últimos días, dónde estuvo, qué sintió, de qué habló con sus ejecutores en esos momentos en que quizá creyó que sólo lo utilizarían como propaganda antes de soltarlo con un tiro en la pierna, como habían hecho meses atrás con otros. Quizá se imaginó cojo, pero no muerto. Quizá tuvo suerte y ni siquiera supo que lo mataban. Tal vez, cuando el verdugo disparó a medio metro de su nuca, él pensaba, en ese mismo instante, que lo iban a liberar. Que lo habían llevado al bosque para dejarlo allí, atado a un árbol, con un tiro a la altura de la rodilla, cojo y vivo. El consuelo de morir asesinado por la espalda: no ver la cara del asesino, partir hacia la eternidad o hacia la nada con un último sueño de esperanza.
A nadie extrañó que toda esta locura desembocara en un intento de golpe de Estado. No hay un solo mando militar, al menos de comandante para arriba, a quien le entusiasme el nuevo sistema político: los partidos, los sindicatos, las autonomías, la Constitución, todo eso a lo que no están acostumbrados y que a muchos les parece superfluo, innecesario, ajeno a su escala de valores y peligroso para su concepto de la disciplina, el honor y la patria. No hacía falta mucho para colmar su paciencia.
Ha bastado con mezclar en una coctelera su tradicionalismo de siglos con la sangre de los compañeros caídos en atentados y un poco del veneno que destilan cada día los periódicos que más se leen en los cuarteles. Todo eso, bien agitado con la dimisión del presidente del gobierno y las ofensas al Rey en su visita a Guernica, ha dado como fruto el espectáculo del pasado lunes: hombres de uniforme en el Congreso, disparando al techo y poniendo de rodillas a los diputados. El espectáculo por el que brindaron Molina y varios más en la comisaría. El espectáculo que pareció finalizar en menos de veinticuatro horas, salvo que sea el primer acto de una obra cuyo desenlace sólo puede ser inquietante.
Me quema la curiosidad por saber qué civiles están detrás de los uniformes militares que han protagonizado el asalto. Seguro que nos llevaríamos más de una sorpresa, seguro que además de los nombres en los que todos pensamos se hallan otros agazapados en algunas instituciones o en algunas empresas desde donde mueven los hilos para que no cese la tormenta desbocada que vive este país. Pero me quedaré con las ganas de luchar en ese frente. En este momento, mis superiores tienen otras prioridades para mí.
—Mainar, le vamos a necesitar en lo del futbolista.
—¿No vuelvo a Bilbao?
—No. Esta vez toca ir a Barcelona.
—Creí que de ese asunto iban a ocuparse otros. No parece que esta vez sea ETA.
—Eso aún no lo sabemos, y un secuestro es un secuestro, esté quien esté detrás.
—Pero sólo han pasado unas horas desde la desaparición de Quini. Quizá sea una falsa alarma.
—Tenemos indicios de que el asunto es serio y se le va a dar prioridad absoluta. ¿Cree que faltaba algo más en este país que el secuestro del máximo goleador de la liga? Hay que resolverlo cuanto antes y usted puede aportar su experiencia.
—¿Y qué hay del golpe? ¿No hará falta refuerzo aquí en Madrid para averiguar quién estaba detrás de Tejero?
—Ya hay mucha gente trabajando en eso, y además es mejor que lo resuelvan los propios militares. Olvídese de lo que pasa en Madrid y olvídese de lo que ha vivido en Bilbao, quiero que se concentre únicamente en Barcelona. Mañana a mediodía le esperan en el aeropuerto de El Prat.
No son buenos días para discutir órdenes. Desde la muerte de Arregui en la comisaría, el ambiente en la policía no ha parado de enrarecerse. En sólo dos semanas han sido destituidos dos responsables de la Brigada Regional de Información, cinco agentes han pasado a disposición judicial, los compañeros del País Vasco se han declarado en huelga de celo, seis altos cargos, incluido el director general, han presentado su dimisión ante el ministro, y dos de nuestros incipientes sindicatos, la Unión Sindical de Policía y el Sindicato Profesional del Cuerpo Superior de Policía, se han enzarzado en una agria polémica en la que unos dicen que hay que acabar con las prácticas de torturas y otros niegan que existan y denuncian una brutal campaña de desprestigio. Cada uno de esos días de tensión ha trazado una huella de severidad en el rostro del comisario y ya no me habla ahora como cuando me llamó a su despacho para preguntarme por la niña. Se le ha borrado aquel incómodo gesto de compasión, el forzado interés por las pruebas médicas de Laura. Mi hija es muy poquita cosa en la vorágine de sucesos que nos rodea. Es un asunto privado, una desgracia particular, simplemente ese detalle que me afecta a mí, y sólo a mí, y que contribuye a que ni siquiera cuando llego a casa pueda encontrar un respiro entre tanta fatalidad.
Tal vez no es mala idea irme fuera otra vez. En el fondo, el comisario me hace un favor alejándom de quienes investigan el golpe militar. Sospecho que esa dedicación enrarecería un poco más el ambiente familiar.
Conozco bien a los militares, y no sólo porque muchos de nuestros mandos procedan del ejército. Desde que empecé a salir con Lucía vivo rodeado por ellos. Mi suegro es militar, capitán instructor de los cadetes en la Academia de Zaragoza, un recinto donde todo respira todavía la vieja memoria, el olor rancio y la doctrina de la dictadura. Mi mujer es la secretaria de un general del Alto Estado Mayor. Lucía estaba predestinada a casarse con un militar y hasta cierto punto estuvo a punto de conseguirlo: cuando empezamos a salir juntos yo aún vestía el uniforme de alférez de las milicias universitarias, pero eso duró estrictamente los meses estipulados y nadie de su familia pudo convencerme para que me reenganchara. Yo también llevaba escrito en los genes familiares el destino policial y hacia allí me llevaron los pasos al acabar Derecho.
Para mi suegro, tener un yerno policía es un mal menor. Para él somos como militares de segunda, sin uniforme, con menos disciplina y obligados a usar las armas en misiones menos nobles que la guerra. Para mi suegro disparar a un enemigo en combate supone un gran honor, pero encañonar a un delincuente durante un atraco es una pequeña desgracia, un asunto feo y turbio, una manera necesaria pero triste de servir a la patria.
Lo bueno de los militares es que resulta muy fácil saber qué piensan. Los ves venir. Es fácil ver crecer la furia en su interior e intuir cuando están a punto de reventar. Les cuesta mucho disimular. En mi gremio pasa todo lo contrario.
Veo cosas que no me gustan. Muy cerca de mí observo actitudes que sólo me provocan desconfianza. No hay un policía que respire tranquilo en este país. Unos viven con la permanente amenaza de un tiro en la nuca.
Otros se sentirían más cómodos si nada se hubiera movido en los últimos años, desde la muerte de Franco. Algunos están a verlas venir, dispuestos a ponerse siempre del lado de los vencedores, caiga quien caiga. Vivimos días inciertos. Días sin un respiro, en los que al concluir la jornada laboral aún debemos trabajar duro para evitar un atentado. Nadie nos compensa por esas horas extras, por la tensión, por la incertidumbre, por todas las veces que nos agachamos para mirar bajo el coche, por las bombas que explotan en nuestras pesadillas y por vivir con la desconfianza como fiel compañera.
Nos levantamos cada día pensando qué pasará hoy.
Y yo, además, me acuesto cada noche preguntándome si Laura hablará algún día, dándole vueltas a la pregunta que nadie hasta ahora ha sabido respondernos: hasta dónde llega la gravedad de su problema, qué maldito mecanismo de su pequeño cuerpo ha fallado, por qué mi hija no anda como los demás niños, no habla como los demás niños, no entiende como los demás niños.
Una mujer observa a su hija, se pregunta por qué no habla y piensa que si no es sorda no debería ser muda. A veces Lucía se siente rehén de su entorno. Rehén de su hija, que está a punto de cumplir cuatro años y la tiene atrapada por su dependencia absoluta, como si se negara a dejar de ser un bebé. Rehén del trabajo de su marido, que hasta hace pocos días lo mantenía en Bilbao y ahora lo lleva hasta Barcelona, siempre lejos, siempre tenso. Rehén de su madre cuando se pone al teléfono y llora por la nieta y por lo mal que va el país. Rehén de su ambiente laboral en el Cuartel General del Ejército, donde el desconcierto es todavía mayor que la rabia y donde muchos hablan por los pasillos pero a la hora de la verdad se callan. Rehén de una ciudad tan grande que le empieza a parecer hostil y le hace añorar la ciudad de su infancia. A veces Lucía sólo se siente comprendida por la mujer que le ayuda con la niña, pero sabe que es una comprensión de pago. Las cosas no van muy bien, pero su padre le enseñó disciplina militar, a hacer de tripas corazón y no mostrar nunca el flanco débil. Es una madre en apuros que se cubre con la coraza de un aguerrido legionario.
Un hombre está encerrado en un sótano mal iluminado. Cuesta creer que haya tenido tan mala suerte. No parecía predestinado a sufrir así. Enrique Castro, «Quini», es asturiano, cae bien a la gente y no tiene enemigos; se supone que le gustan los espacios abiertos, el mar de Gijón y correr por la hierba de los campos de fútbol donde ha crecido su fama, justo lo contrario de lo que padece ahora, en una pequeña habitación bajo tierra donde sólo se puede respirar angustia.
Su vida cambió el domingo, poco después del partido contra el Hércules. Un gran encuentro: Barcelona 6Hércules 0. Una victoria rotunda que les permite seguir en segunda posición, a sólo dos puntos del líder, el Atlético de Madrid. Quini marcó dos tantos y estrelló un balón en el larguero. Ya lleva 18 goles y continúa destacado al frente de la tabla de goleadores. Pero qué importa eso ahora. Su vida cambió después del encuentro, cuando sintió el cañón de una pistola en los riñones y una voz nerviosa, tensa, le mandó guardar silencio. Después vino lo peor. Después fue la bolsa de plástico en la cabeza y la cinta aislante alrededor del cuello. Pensó que le querían ahogar, que moriría allí mismo antes de comprender qué estaba pasando, cómo había podido desmoronarse su mundo tan rápidamente, cómo había podido pasar en poco rato del clamor del estadio coreando sus goles a viajar encogido dentro de un cajón de madera, sin más ruido de fondo que un motor de furgoneta.
Quini se ha topado con muchas pistolas en la última semana, demasiadas para un hombre pacífico. El lunes fue la pistola del teniente coronel Tejero disparando al techo del Congreso. El domingo fue la pistola de sus secuestradores incrustada entre su ropa. La pistola del militar furioso se ha visto mil veces en la televisión. La pistola de sus secuestradores probablemente no se verá nunca. Cuando hablen de él, repetirán sus mejores goles y tal vez alguna entrevista que destaque su lado humano. Un tratamiento parecido al que se da a los muertos.
Porque un secuestrado es un muerto en vida. Un hombre bajo el suelo, un hombre que sólo existe por referencias, un hombre cuya vida es moneda de cambio, un hombre sobre el que no hay certeza de que respire, salvo para quienes lo tienen encerrado.
El rehén no quiere pensar para no volverse loco, pero allí dentro no hay otra cosa que hacer. Se pregunta qué harán los compañeros. Quién ocupará su puesto en la alineación. ¿Guardarán por él un minuto de silencio?
¡No! No debe pensar en eso porque todavía no está muerto. Pero el Camp Nou es enorme y el sótano donde se encuentra muy pequeño: tres metros y medio de largo, dos metros y medio de ancho, poco más de dos metros de alto. Como un trastero. En el centro del Camp Nou se siente como en el cráter de un volcán y en ese sótano es como si estuviera en el vientre de la ballena. El Camp Nou es un volcán por cuyas gradas se derraman ríos de voces, de gritos y frases de aliento. El sótano es el estómago ulceroso de un animal moribundo, un agujero húmedo y silencioso.
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Francisco Ortiz -