Gastronomía criminal
ALEJANDRO M. GALLO
Cuando nace un personaje de novela negra, policial o como quieran llamarla, y adquiere estatus de serie, es lógico que, en algún momento, coma, beba, viaje... es decir, se comporte como una persona humana (por diferenciarla de las jurídicas). La gastronomía en la novela negra no es inocente, es decir, no es un detalle más. En toda su historia podríamos resumir su aparición por dos razones: los ingredientes forman parte del misterio y/o la cocina es una metáfora de la cultura.
Es posible que autores como Agatha Christie opten más por un componente del misterio y otros, como Simenon o Vázquez Montalbán, prefieran la metáfora de la cultura. Sea como fuere, la gastronomía en la novela negra adquiere rango de sospechosa.
Partiendo de esa premisa ha nacido el libro Sabores que matan, de Raquel Rosemberg. Que se convierte en un gran y estupendo ensayo sobre la función que han cumplido la comida y la bebida para ciertos autores de género. Hasta el punto de que nos sorprende cómo analizando la obra de Truman Capote A sangre fría ve en la gastronomía la diferencia de clase en Norteamérica: «Familias alejadas del alcohol y el tabaco, rubias, puritanas, con aroma a tarta recién horneada», y luego están las otras, las de «aroma a aceite rancio de fritura barata».
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