No es todo Chandler
alejandro m. gallo
Es posible que por Argentina transiten menos rubias taradas, frías, codiciosas y embaucadoras de tipos obsesionados por el dinero y el sexo que en Norteamérica. De ahí que la mujer fatal popularizada por James M. Cain se resista a entrar en escena. A lo máximo que podemos aspirar en la novela de Guillermo Orsi es a sentir los pasos de La Pecosa, que necesita pintarse las pecas pero que cuando suena el rock deja de ser puta y es otra flaca de su generación.
Puede ocurrir, además, que su compatriota Raúl Argemí tenga razón y los detectives privados reales allí sean una mierda. Por eso el género negro autóctono no ha podido consolidarlos y los pocos que vieron la luz fueron más grises que Poirot, Philo Vance o Nero Wolfe y menos cáusticos y desencantados que Sam Spade o Marlowe, pero más creíbles que todos ellos, se lo aseguro. Era lógico que Orsi nos presentase otro protagonista, un tipo de la calle, valía un taxista, un tal Mareco, un fulano vapuleado por un destino que acude a nosotros con los naipes marcados.
Si a todo lo anterior añadimos que los avatares políticos del país han provocado poca confianza en la Policía y en la justicia para que naciera en la ficción alguna versión gaucha del comisario Maigret, ya tenemos la explicación por la que los tres ingredientes de la novela negra clásica del centro (económico) han desaparecido del género en la periferia (económica, que no cultural). Aunque en honor a la verdad, en este apartado, Orsi nos presenta un personaje secundario que sintetiza los vaivenes políticos y sociales por los que ha atravesado una sociedad en continua convulsión. Hablamos de Gargano Daniel, el nuevo policía que emerge en el doloroso parto hacia la democracia, «un filósofo federal, un poli reciclado». Es más, su escepticismo hacia la nueva etapa que se abre parece el del autor y los sueños de perro, que dan título a la obra, no son más que el pánico a soñar despiertos en una Argentina que merece otro futuro. A ese escepticismo se le une el cansancio de las medias verdades: «¿Querés la verdad o querés una colección en fascículos de fábulas de Esopo con moraleja?». Y a todo ello se le suma la necesidad imperiosa de olvidarse de las grandes abstracciones y centrarse en lo material, en lo pragmático: «No quiero la verdad, quiero la agenda».
Sueños de perro, último premio «Umbriel» de novela negra, del argentino Guillermo Orsi, se desenvuelve en ese contexto y engarza en la más pura tradición de su tierra, añadiéndole al manido género negro del centro «mejor literatura»: véase el antecedente, Cuentos para tahúres, de Rodolfo J. Walsch; o «mayor carnadura local», al estilo de Velmiro Ayala Gauna; o el mundo de los marginados, con notas costumbristas y prototipos clásicos de genealogía tanguera o barrial: Una bala para Riquelme, de Facundo Marull.
La Nueva España
www.lne.es
Es posible que por Argentina transiten menos rubias taradas, frías, codiciosas y embaucadoras de tipos obsesionados por el dinero y el sexo que en Norteamérica. De ahí que la mujer fatal popularizada por James M. Cain se resista a entrar en escena. A lo máximo que podemos aspirar en la novela de Guillermo Orsi es a sentir los pasos de La Pecosa, que necesita pintarse las pecas pero que cuando suena el rock deja de ser puta y es otra flaca de su generación.
Puede ocurrir, además, que su compatriota Raúl Argemí tenga razón y los detectives privados reales allí sean una mierda. Por eso el género negro autóctono no ha podido consolidarlos y los pocos que vieron la luz fueron más grises que Poirot, Philo Vance o Nero Wolfe y menos cáusticos y desencantados que Sam Spade o Marlowe, pero más creíbles que todos ellos, se lo aseguro. Era lógico que Orsi nos presentase otro protagonista, un tipo de la calle, valía un taxista, un tal Mareco, un fulano vapuleado por un destino que acude a nosotros con los naipes marcados.
Si a todo lo anterior añadimos que los avatares políticos del país han provocado poca confianza en la Policía y en la justicia para que naciera en la ficción alguna versión gaucha del comisario Maigret, ya tenemos la explicación por la que los tres ingredientes de la novela negra clásica del centro (económico) han desaparecido del género en la periferia (económica, que no cultural). Aunque en honor a la verdad, en este apartado, Orsi nos presenta un personaje secundario que sintetiza los vaivenes políticos y sociales por los que ha atravesado una sociedad en continua convulsión. Hablamos de Gargano Daniel, el nuevo policía que emerge en el doloroso parto hacia la democracia, «un filósofo federal, un poli reciclado». Es más, su escepticismo hacia la nueva etapa que se abre parece el del autor y los sueños de perro, que dan título a la obra, no son más que el pánico a soñar despiertos en una Argentina que merece otro futuro. A ese escepticismo se le une el cansancio de las medias verdades: «¿Querés la verdad o querés una colección en fascículos de fábulas de Esopo con moraleja?». Y a todo ello se le suma la necesidad imperiosa de olvidarse de las grandes abstracciones y centrarse en lo material, en lo pragmático: «No quiero la verdad, quiero la agenda».
Sueños de perro, último premio «Umbriel» de novela negra, del argentino Guillermo Orsi, se desenvuelve en ese contexto y engarza en la más pura tradición de su tierra, añadiéndole al manido género negro del centro «mejor literatura»: véase el antecedente, Cuentos para tahúres, de Rodolfo J. Walsch; o «mayor carnadura local», al estilo de Velmiro Ayala Gauna; o el mundo de los marginados, con notas costumbristas y prototipos clásicos de genealogía tanguera o barrial: Una bala para Riquelme, de Facundo Marull.
La Nueva España
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