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La Balacera

Los detectives nunca mueren

En la última novela de Michael Chabon, Sherlock Holmes aparece a los 89 años gozando de buena salud y lucidez. Pero la Segunda Guerra Mundial está en su plenitud y las deducciones elegantes adquieren mayor dramatismo.

Por Hernán Ferreirós

El policial es el más conservador de los géneros literarios: trata sobre la imposición de la ley, la restauración y la preservación de un orden. Aun los detectives más cínicos, los que no creen en la justicia, se encargan de resolver casos, de explicar, es decir, de recuperar eventos para el sentido y la racionalidad, para el orden. Claro que hecha la ley, hecha la trampa: una vez que la generación de lectores de policiales empezó a escribir, el género tuvo las armas para reflexionar sobre sí mismo y una historia contra la que redefinirse. Michael Chabon en The final solution, su último libro (todavía en edición hardcover en inglés e inédito en castellano), se permite entrar al policial desde el punto máximo del clasicismo y, desde allí, ejercer sobre él una crítica muy pertinente. El protagonista del libro es un viejo detective que nunca es mencionado por su nombre, pero su identidad no es un misterio ya que no hay muchos personajes literarios capaces de dar saltos deductivos tan temerarios como “descubrir a un ladrón de caballos por la ausencia de un ladrido” o a un envenenador por el modo en que un gato se limpia los bigotes. Las buenas noticias son que cuando transcurre esta historia, en 1944, a los 89 años, Sherlock Holmes conserva intactas su capacidad perceptiva y su deliciosa vanidad intelectual.

La prosa de Chabon logra un acto prodigioso de ventrilocuismo literario al sentar sobre sus rodillas a Arthur Conan Doyle y al tiempo entrar en sintonía con nuestra sensibilidad: su infinita estilización, sus observaciones, su humor y su ritmo son contemporáneos. Las malas noticias son que Chabon recurre a enigmas y soluciones que, si bien no desentonarían en un texto del siglo XIX, resultan decepcionantes para un lector con cien años de historia del policial encima. Sobre todo, porque este texto no es una apropiación paródica del género.

En sus últimos tres libros, empezando por The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, Chabon está enfrascado en recuperar –ante el minimalismo de la literatura dominante– el maximalismo de la literatura de género, abundante en argumento y peripecias y capaz de sorprender al lector por la exuberancia de las ideas, tal como, seguramente, habrá hecho la literatura pulp durante su infancia. Pero el autor de Chicos prodigiosos no se contenta con reproducir un género. Al mismo tiempo, lo socava desde dentro. Aquí hay un asesinato, un refugiado judío de 9 años, un loro perdido y la posibilidad de un complot internacional para develar o silenciar las extrañas cadenas de números que repite el animal. Holmes interviene sólo para cumplir con lo que se propone al principio de la historia: devolver al chico su mascota. Aunque, en el camino, resuelve un asesinato, el mayor crimen de la novela queda impune y sin descifrar. Ni siquiera el viejo detective comprende el significado de las cadenas de números. Este aparente sinsentido, este resto inexplicable, no sólo puede ser visto como una reflexión sobre los límites de la interpretación sino que es una clara negación del texto de ofrecer una conclusión satisfactoria y tranquilizadora. La herida provocada por el crimen que representan esos números es demasiado grande (remiten a lo enunciado en el título, La solución final, que es una referencia a la última historia de Holmes El problema final pero también, desde luego, al Holocausto). La racionalidad de la novela policial se encuentra con su límite ante el horror del genocidio nazi. Si hay crímenes tan grandes que no pueden ser castigados entonces también hay que negarse a explicar, racionalizar. El policial debe negarnos la seguridad de que toda afrenta al orden social puede ser reparada.

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